viernes, 19 de abril de 2013

 Callejera viajera 5 Estambul 1ª parte.




Siempre quise empezar estas breves crónicas de viajes por la mañana en que depeté en Estambul, pero al final comencé por algunos de los viajes  que he hecho sola, que son los que más he disfrutado.

Como no quiero consultarle a mi compañero el año de este viaje, ya que él no falla ni uno en nuestros repasos viajeros, lo que resulta  pedante y un poco aleccionador, diré que fue por los ’90, cuando una mañana de navidad se presentó muy contento con unos billetes de avión más hotel para  Estambul.

Salimos un primero de enero, en un avión de línea regular lleno de resacosos. Habíamos tenido cena con  amigos en nuestra casa, pero conseguimos echarlos temprano, aunque alguno quedó en el sofá con una botella vacía en su regazo. .
 El vuelo era vía Roma y allí nos hicieron esperar  varias horas –así salía más barato- por lo que llegamos a Constantinopla de noche muy cerrada. Como todavía  viajar me entusiasmaba, fui todo el trayecto de autobús-de-viajes-Ecuador con la cara pegada al cristal, pero no veía  más que descampados helados y barrios como los de las afueras de Madrid, pero con particularidades, por lo que  me entusiasmé igualmente.

Después de dar vueltas y vueltas dejando a  compañeros de viaje (cómo detesto los viajes organizados, nunca jamás en la vida lo repetiría), llegamos a nuestro hotel, un tres estrellas nuevecito en una de las muchas calles de  fiebre edilicia. Pegué otra vez la nariz al cristal de nuestra ventana y creí ver luces en el agua, pero estaba demasiado cansada y era aún joven y con necesidad de dormir mucho, de modo que caí como una bendita. Creo que mi compañero despotricó toda la noche por los ruidos de las grúas, los andamios y el vocerío de albañiles que asomaban por la ventana. Eso cuenta cuando lo recordamos, pero yo no me enteré.

La estancia era de ocho días completos, ya entonces teníamos muy claro  de que pasar tres días en una gran capital desconocida  no sirve más que para dejarnos con un palmo de narices, e hicimos bien en quedarnos y renunciar al resto de la gira, porque, por un motivo o por otro, no hemos regresado nunca a Estambul.

Hacia las ocho de la mañana abrí los ojos  ví el cielo muy blanco. No tenía fuerzas para levantarme y mirar afuera. Pero al cabo de un rato empezaron a caer  copos de nieve en los cristales y me abalancé sobre el balcón. Dos emociones intensas brotaron de mi corazón, la de estar en el extremo de Europa, lo más alejado que había viajado hasta entonces, y la del panorama que iba adquiriendo luz,  tejados nevados, cúpulas de mezquitas  y el Bósforo brillante tragándose y devolviendo grandes cargueros a la niebla.

 La ciudad se presentaba  enorme, misteriosa, extraña. En aquellos años me entraba mucha prisa por bajar a desayunar y echarme a la calle, pero claro, no estaba sola. -¿Qué prisa tienes? Con el tiempo que hace deja que amanezca del todo. – En esta ocasión no  dí un  prime paseo por mi cuenta, no como aquella  vez en Palermo, en que dije que salía un ratito mientras él se duchaba  y aparecí a las dos hora cargada con frutas del mercado, y claro, mi compañero me había dejado una nota: “SI QUIERES, BÚSCAME EN LA CATEDRAL” (ya sabes que entonces no había móviles) y eso de la catedral sonaba a enfado muy gordo.

Pero volvamos a aquella mañana de Estambul. Lo primero que hicimos fue comprarnos botas de montaña, para poder caminar por la nieve embarrada de la calle principal. Qué os voy a contar de las maravillas de la explanada de las mezquitas. Me lo salto. El Topkapi no me lo quiero saltar, porque los vigilantes (había docenas  en cada sala), estaban pegados como lapas a los radiadores y estufas y, aunque salió el sol, la temperatura estaba bajo cero. Creo que soy un poco paleta, porque lo que más recuerdo de las vitrinas son los pedruscos llamados esmeraldas, mayores que meteoritos. También eran preciosas las cocinas y las vajillas. Recientemente he visto muchos reportajes detallando este palacio, pero ya no he sentido nada especial. Hay que estar allí, y mirar por un ventanuco una rama de limonero, y salir y oler el mercado de especias, y coger los grandes barcos de línea a una orilla y a otra y a la de Asia,  y comprender  que esa ciudad ha crecido al margen de tu historia y es inútil que te proyectes en ella, sólo debes divertirte, respirar, comer y sentir.

Fin de la primera parte (gajes del trabajo).




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