Callejera viajera 5 Estambul 1ª parte.
Siempre quise empezar estas breves
crónicas de viajes por la mañana en que depeté en Estambul, pero al final
comencé por algunos de los viajes que he hecho sola, que son los que más
he disfrutado.
Como no quiero consultarle a mi
compañero el año de este viaje, ya que él no falla ni uno en nuestros repasos
viajeros, lo que resulta pedante y un poco aleccionador, diré que fue por
los ’90, cuando una mañana de navidad se presentó muy contento con unos billetes
de avión más hotel para Estambul.
Salimos un primero de enero, en un
avión de línea regular lleno de resacosos. Habíamos tenido cena con amigos
en nuestra casa, pero conseguimos echarlos temprano, aunque alguno quedó en el
sofá con una botella vacía en su regazo. .
El vuelo era vía Roma y allí
nos hicieron esperar varias horas –así salía más barato- por lo que
llegamos a Constantinopla de noche muy cerrada. Como todavía viajar me
entusiasmaba, fui todo el trayecto de autobús-de-viajes-Ecuador con la cara
pegada al cristal, pero no veía más que descampados helados y barrios como
los de las afueras de Madrid, pero con particularidades, por lo que me
entusiasmé igualmente.
Después de dar vueltas y vueltas
dejando a compañeros de viaje (cómo detesto los viajes organizados, nunca
jamás en la vida lo repetiría), llegamos a nuestro hotel, un tres estrellas
nuevecito en una de las muchas calles de fiebre edilicia. Pegué otra vez
la nariz al cristal de nuestra ventana y creí ver luces en el agua, pero estaba
demasiado cansada y era aún joven y con necesidad de dormir mucho, de modo que
caí como una bendita. Creo que mi compañero despotricó toda la noche por los
ruidos de las grúas, los andamios y el vocerío de albañiles que asomaban por la
ventana. Eso cuenta cuando lo recordamos, pero yo no me
enteré.
La estancia era de ocho días
completos, ya entonces teníamos muy claro de que pasar tres días en una
gran capital desconocida no sirve más que para dejarnos con un palmo de
narices, e hicimos bien en quedarnos y renunciar al resto de la gira, porque,
por un motivo o por otro, no hemos regresado nunca a Estambul.
Hacia las ocho de la mañana abrí los
ojos ví el cielo muy blanco. No tenía fuerzas para levantarme y mirar
afuera. Pero al cabo de un rato empezaron a caer copos de nieve en los
cristales y me abalancé sobre el balcón. Dos emociones intensas brotaron de mi
corazón, la de estar en el extremo de Europa, lo más alejado que había viajado
hasta entonces, y la del panorama que iba adquiriendo luz, tejados
nevados, cúpulas de mezquitas y el Bósforo brillante tragándose y
devolviendo grandes cargueros a la niebla.
La ciudad se presentaba
enorme, misteriosa, extraña. En aquellos años me entraba mucha prisa por
bajar a desayunar y echarme a la calle, pero claro, no estaba sola. -¿Qué prisa
tienes? Con el tiempo que hace deja que amanezca del todo. – En esta ocasión no
dí un prime paseo por mi cuenta, no como aquella vez en
Palermo, en que dije que salía un ratito mientras él se duchaba y aparecí
a las dos hora cargada con frutas del mercado, y claro, mi compañero me había
dejado una nota: “SI QUIERES, BÚSCAME EN LA CATEDRAL” (ya sabes que entonces no
había móviles) y eso de la catedral sonaba a enfado muy gordo.
Pero volvamos a aquella mañana de
Estambul. Lo primero que hicimos fue comprarnos botas de montaña, para poder
caminar por la nieve embarrada de la calle principal. Qué os voy a contar de las
maravillas de la explanada de las mezquitas. Me lo salto. El Topkapi no me lo
quiero saltar, porque los vigilantes (había docenas en cada sala), estaban
pegados como lapas a los radiadores y estufas y, aunque salió el sol, la
temperatura estaba bajo cero. Creo que soy un poco paleta, porque lo que más
recuerdo de las vitrinas son los pedruscos llamados esmeraldas, mayores que
meteoritos. También eran preciosas las cocinas y las vajillas. Recientemente he
visto muchos reportajes detallando este palacio, pero ya no he sentido nada
especial. Hay que estar allí, y mirar por un ventanuco una rama de limonero, y
salir y oler el mercado de especias, y coger los grandes barcos de línea a una
orilla y a otra y a la de Asia, y comprender que esa ciudad ha
crecido al margen de tu historia y es inútil que te proyectes en ella, sólo
debes divertirte, respirar, comer y sentir.
Fin de la primera parte (gajes del
trabajo).
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