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¿A qué huele, a qué suena?
Madrid, 10 de marzo de 2011
Hoy es uno de
esos días que merecen la pena, porque la tristeza está oculta como en el
ordenador, y puede más el vigor de la primavera, que se está expresando por
todos los rincones de la ciudad, sin grandes sobresaltos. Unas flores rosas en
los arbolillos japoneses (menuda mariconada se trajo el alcalde para decorar
Madrid, pero bueno, alegran algo aunque parecen perdidos dentro de las enormes
acequias de plátanos o castaños).
Uno de estos arbolitos me
habló ayer, mientras esperaba el Minibús2. – Joven mujer (así me llamó), le
importa correrse a la derecha para no quitarme ese rayito de sol? – Oye guapa,
le contesté en femenino al verla tan malva, yo ya no me corro con
facilidad y si encima tiene que ser a la derecha, va a ser imposible.- - Pero
me coloqué detrás de ella y el sol pulverizó sobre mí aromas de huertos de
Kioto. - ¿Conoce usted Kioto, joven mujer? – me preguntó la dama malva. – Lo
normal, de Memorias de una Geisha, y algún documental de Viajar, pero nunca lo
he olido. ¿A qué huele? – Hoy, pues huele sobre todo al estiércol de los
bueyes que tiran de las carretas, a los polvos de arroz de las meretrices y
sí, un poco a nosotras los arbolitos rosas, violetas y malvas..- “Y a
qué suena Kioto? En las películas ponen músicas y se olvidan de los sonidos…-
“Ya, a mediodía en verano suena a chicharras y por la tarde a los
zuecos de tacón de las geishas sobre el empedrado. También suena a regañinas
guturales de los viejos en las ventanas y a niños jugando en los arroyos. En
invierno no suena nada, porque la nieve lo amortigua todo. .- Ay, digo yo,
¡qué feliz sería si pudiera oler y escuchar Kioto de verdad!- _”No tiene pelas
para viajar tan lejos, verdad?” – Me espetó cruelmente el arbolillo. – Lo
agarré con enfado: Mira, malva, yo no tengo equipo municipal que me traslade
de un extremo a otro del mundo, so enchufada , árbol canijo! – Bueno
confórmese con lo que tiene aquí , y no se me agarre tan fuerte que me
puedo tronchar y cuesto un montón de yenes.
- Adios, maja, que te atufen bién
los autobuses, que te meen los perros y te desfloren los
borrachos.
Es que me enfadé mucho.
Callejera viajera 4: Gdansk
13 de julio de 2012
En un viaje con mi amiga Virtudes
por Polonia, me empeñé en llegar hasta Gdansk, en el mar Báltico, la antigua
Danzing donde veraneaban los Mann y otras familias pudientes alemanas a
principios del siglo XX. Después de un vuelo corto y muy accidentado, donde
conocí por vez primera lo que son las turbulencias fuertes, llegamos retrasados
ya de noche y un taxi nos llevó a un hotel que parecía estar en mitad del
campo. Cosa rara en mi organización, porque siempre busco el más cercano a la
plaza principal. Recuerdo que teníamos mucha hambre y no era hora ya de
restaurantes, pero milagrosamente había una gasolinera con tienda frente
al hotel, donde compramos una exageración de víveres que extendimos sobre las
camas, mientras veíamos una película de Billy Wilder en polaco. No nos entraba
sueño por todas las emociones de ese día y ansiábamos que amaneciera para ver
dónde puñetas estaba este hotel llamado “boutique” en
internet.
-
¿Quieres más queso?- preguntó
Virtudes, que trabajaba el plano de la ciudad como una estratega
militar.
-
Mejor pásame el chocolate. Oye,
relájate, que si no nos gusta esta ciudad, en cuanto veamos los astilleros de
Solidaridad nos marchamos ….
Pero ya lo creo que nos gustó, esta
maravillosa ciudad gótica (reconstruida, pero eso es mejor no saberlo), a pesar
del abuso de tiendas y almacenes de ámbar, repletas de alemanes, que se paseaban
por allí como por una antigua colonia. Aquí ya no había españoles, como en
Varsovia y Cracovia.
Pronto me di cuenta de que no
hablaban inglés. – Tienen que saber alemán o ruso – dijo Virtudes, muy ducha en
historia.
Pero resulta que los de Gdansk
(pronúnciese Guedánsk) estaban todavía muy enfadados con los alemanes y no
digamos con los soviéticos (lo que por otra parte nos daba igual, porque
nosotras no sabemos ni palabra de ruso), y decidimos hablarles en italiano, que
es un idioma que les resultaba simpático, por lo del
Vaticano.
Como no se veía el mar Báltico y a
eso había ido yo principalmente, se me ocurrió que nos montáramos en un barco
turístico que recorría los 20 kilómetros de estuario, pasando, según se veía en
la foto, todos los astilleros, cuna de la revolución nacional-católica de Lech
Walessa. Lo cierto es que escogimos un buen banco a bordo, en el centro para
poder mirar a derecha e izquierda, y en pocos minutos nos rodearon docenas de de
polacos guapísimos y madres con niños preciosos, - aunque había algunos
adoptados un poco chinos o africanos -.
No llevábamos ni cien metros
surcando la ría, con mucha brusquedad, cuando unos terribles altavoces
empezaron a ordenarnos mirar a derecha e izquierda, y hablaban muy fuerte y sin
parar y sólo entendíamos solidaritat, y los polacos como locos corrían de babor
a estribor para hacer fotos de las enormes grúas y los niños se escurrían hasta
quedar espachurrados contra los salvavidas, y sacamos a más de uno de debajo de
los bancos. Como el sonido era insoportable e iba a durar dos horas sólo a la
ida, nos metimos en el bar cubierto (creo que se llama el puente), con
seis o siete bebedores que acabaron como cubas, rodando también de las
sillas al suelo, pero que con nosotras fueron muy educados y como a la sosa de
Virtudes se le ocurrió pedir coca-lait, pues nos abrían una detrás de otra y
acabamos en un estado de excitación taquicárdica.
De repente yo, completamente
borracha de cola, grité : - Evviva la Polonia Libera! (en el idioma vaticano,
para que me entendieran), y los hombres chocaron sus vodkas contra
nuestras cocas, lo que pasa es que los polacos enseguida se emocionan y se ponen
a llorar, y Virtudes y yo también lloramos. Virtudes, que no se quiere perder
nada típico, les pidió: - Singing, singing, canzonette di marinai ubriachi – Y
les hacía el gesto de empinar el codo – y al final la debieron entender,
porque nos cantaron unos himnos muy solemnes y nada marineros (yo creo que
hablaban de la Virgen y de los santos), pero con unas voces que daba
gloria oirlos..
Desembarcamos en unas dunas
históricas, donde algunos pasajeros se arrodillaron y sacaron el rosario, pero,
mecachis, no llegamos a ver el mar abierto, por mucho que Virtudes y yo botamos
como pulgones de arena para alcanzarlo. Pero nos llamaron al barco por los
altavoces. Afortunadamente el regreso fue en silencio (se les había acabado la
historia), y entonces nos sentamos en cubierta para hacerles fotos a cada una de
las grúas, que entonces nos parecieron muy
impresionantes.
Cuando volvimos a Madrid e
intercambiamos las fotos nos tronchamos de risa, recordando el crucero turístico
en polaco.
- ¿No había nada más artístico a lo
que hacerle tantas fotos? – preguntó el Coronel Mion, siempre crítico.
Virtudes se calló, la muy zorra, que
teníamos unas cantando con los marineros borrachos.
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De la inspiración, María, la bilis y el Cancionero de
la S.F.
Noviembre 2011
He estado con
un problema fuerte de falta de inspiración, que creo atribuible al exceso de calmantes
para el dolor de rodilla, aunque ya lo voy
superando forzándome a no dejar ni un día sin línea. Aunque yo tomo siempre la mitad de medicina lo
que me dicen los doctores, me intoxica el hígado y de ahí, como decía nuestra
muchacha María, la muchacha de casa de mis padres, me sube la bilis hasta el
cerebro.
María era
de Zamora y vivía en una chabola de Peña Grande con tres hijos, marido, cuñados
y suegro, en tan malas condiciones que prefería dormir en nuestra casa de lunes
a viernes.
En Reina
Victoria la habitación de la criada, a la entrada, no tenía radiador, porque se
suponía que la cocina de carbón, que estaba al otro lado del tabique, la
calentaba suficientemente. Pero mi madre, en un arrebato de modernidad, clausuró la lumbre y puso encima unos
hornillos de butano y a María le compraron una catalítica que le daba mucho
miedo y nunca encendía. Tampoco su aseo incluía bañera o ducha; gracias a que éramos tan
democráticos le dejábamos la nuestra, aunque ella decía que le bastaba
lavarse con un pico de la toalla. A María, analfabeta, le enseñó mi madre a
leer, pero a la vez la torturaba con el tema del folclore.
- María, cántame algo antiguo de tu tierra
- y María se ponía nerviosa y cantaba
algo de La Violetera. Mi madre, intentando no enfadarse, y con su tesón
sufragista, sacaba el cancionero de la Sección Femenina, y buscaba: - León,
Zamora y Salamanca- . María se quedaba extasiada con los dibujos a plumilla y
coloreados de mozas y mozos con refajos y niñitos como angelotes. –
Zamora - , A ver María: - “Apañando aceitunas se hacen las bodas y
el que no va a aceitunas no se enamora” -. Mi madre tarareaba la
partitura y golpeaba la mesa del cuarto de estar y al final conseguía que María se la
aprendiera, y la cantaba con una voz bellísima, tímida y gutural, que nos
emocionaba. María se aficionó a cantar
en casa y aunque no llegó a participar en nuestros ensayos de los domingos
de adviento en alemán, iba por todas partes con “La ovejita lucera” y en cuanto
escuchaba los pasos de mi madre lo cambiaba por
-Segába, segába, segába la niña y átaba, y a cada
manadita descánsabaaaaaa –
Y daba tres golpecitos en el piano para que
mamá viera que había cogido el ritmo.
Otro día
hablaré de los tres hijos de María de los que la segunda, Paqui, fue mi ahijada y protegida.
Cielos y crepúsculos
Es sorprendente que cada persona
tenga su cielo y su puesta de sol favorita. Y no sólo favorita: su puesta de
de sol es la más hermosa y en ningún otro lugar del mundo se puede
observar otra igual. Mayor pasión despiertan los cielos, que llevan a banalizar nuestros
conocimientos de historia del arte. . “Este cielo, este grupo de montañas azules … es un Velázquez”. El de Berlín es, como no, es un Wim Wenders. En Venecia suele ser un Tintoretto, pero hay quien confunde cielo con Laguna y lo
define como un Canaletto.
“Pues el de Marsella es un van Gogh, y el
de Santander, un Turner” “¡Tendrías que ver el de la Selva Negra: es como si te
metieras en un cuadro de Friedrich!
A mí lo que realmente me gustaría
sería meterme en un cielo divertido, en un Miró de juguetes y estrellas o
en las cuadrículas llenas de casitas de Paul Klee.
Volviendo a mi realidad, a mi
infancia, mi madre consideraba el crepúsculo desde la muralla izquierda de
Segovia, según se mira desde la plaza del Alcázar, como el más maravilloso. Una
vez le dijo a un pintor que estaba intentando plasmarlo en su lienzo: - No lo intente usted, señor artista, porque cambian
los colores a cada instante y se va a quedar desequilibrado-. Como compensación
se lo llevó a tomar un té, allí al lado, a casa de
Greta Svodska, protectora de
artistas.
Mi padre amaba la sierra de Gredos. ”Esta puesta de sol
es fantástica – me decía, con un gran esfuerzo expresivo - cuando se ha ocultado
detrás de la loma aparece una luz naranja entre los brezos,como si los
estuviera incendiando. ¿Te das cuenta, hija, que se han quedado unos
jirones rosas enredados en lo alto de la cumbre y no van a querer
marcharse con la noche? Abre bien los ojos,
hija, que no porque ocurra todos los días deja de ser un milagro”. Mi padre era muy religioso, pero creía sobre todo en los milagros de la
naturaleza.
Mi compañero, que es del noreste de
Italia, se quedaba embobado con las puestas del sol en la laguna de Venecia,
entre las torres y las danzas vespertinas de los vencejos. Para
eso teníamos que ir hasta el muelle
del Lido, lo que llaman la Riviera. “”Mira: el sol se
hunde rojo y entero, cae como una
bola de fuego y hay que mirarla hasta su último temblor.”” Y entonces veía
siempre el Rayo Verde. Yo le decía que lo veía también, porque cuando dos
personas son compañeras deben compartir la
misma fe en los fenómenos
naturales.
Mi crepúsculo diario es más
ciudadano:, desde mi balcón oeste, por un gran espacio
entre el Edificio España y la Torre de Madrid, se ve un trocito de Casa de
Campo, pero que a mí me parece ya Extremadura. - ¡Se está poniendo el sol por
Extremadura, que está después de Talavera de la Reina, y de Trujillo y de
Cáceres y si no llega más lejos es porque los portugueses le han puesto
fronteras al campo! – me decía el gato Chispi.
Mi crepúsculo también es
importante: a veces es rosa o dorado, pero,
sobre todo, tiene lejanía, distancias. Es un regalo
que he tenido durante casi 40 años en la habitación que llamo mi despacho.